Había una vez un hombre al que le habían ofrecido un destacado cargo oficial. Preocupado por la responsabilidad, el hombre se reunió con un amigo de la infancia y le puso al corriente de la situación. El amigo le dijo:
-Lo que te recomiendo es que siempre seas paciente. Es muy importante, no lo olvides nunca. Ejercítate sin descanso en la paciencia.
-Muchas gracias, te prometo que así lo haré- aseguró.
Mientras los dos comenzaban a disfrutar de un sabroso té, el amigo insistió:
-No olvides lo que te he dicho: adiéstrate en la paciencia.
-Lo haré, lo haré- repuso el ascendido.
Cuando iban a despedirse, el amigo añadió:
-Y recuerda que tienes que ser paciente...
Entonces, el hombre, exasperado, exclamó:
-¡Me tomas por un estúpido! Ya lo has dicho varias veces. Deja de una vez de advertirme sobre lo mismo.
El amigo se limitó a sonreír y el hombre comprendió inmediatamente el motivo: sin darse cuenta había agotado su paciencia. Algo avergonzado, abrazó a su amigo y le agradeció esta gran lección.
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