19 de diciembre de 2011

El árbol de Navidad


Autor: Luciano Galbiati
Publicado en la revista española “Ilustración Femenina” en Diciembre de 1958



Llegué frente al portal del que tenía que salir Mariuccia. Pocos momentos después, ella se sentaba en el coche, junto a mí.
_ Hola, tesoro__dije, besándola en una mejilla. Mariuccia sonrió. Puse el motor en marcha y me interné en la corriente de coches. El tránsito era intenso.
__Giulio__me dijo de pronto Mariuccia__.¿No te encanta ese aire de fiesta, de gozo? Dentro de tres días, Navidad.
__Sí, sí que me encanta__dije, sin el menor entusiasmo__. Pero desde que mis padres murieron no he vuelto a celebrarla. El año pasado ni siquiera salí de casa.
__El año pasado no me conocías__prosiguió__. Además, esta noche mis padres te esperan. Verás el Belén que hemos hecho entre todos.
__Está bien. Iré a las nueve.
Habíamos llegado frente a su casa y detuve el coche.
__Ahora tengo que marcharme__dijo Mariuccia, apeándose__. Procura ser puntual.

A las nueve en punto estaba allí. Su padre, su madre y sus tres hermanos me tributaron una afectuosa acogida. Me condujeron a la habitación que hasta entonces había sido el despacho del padre y que, en aquel momento, presentaba un curioso aspecto. Dos montañas se enfrentaban entre las cuatro paredes. Una la constituían los muebles (escritorio, butacas, estantes de la librería) y llegaba al techo. La otra estaba construida con papel de embalaje teñido de negro y cubierto de musgo y algodón en rama. Sobre ella se extendía el Belén, que habría hecho morir de envidia a cualquier chiquillo, tal era la cantidad de figurillas que en él campeaban. Y no carecía, como es lógico, de su lago, cuyo fondo era un espejo, su cascada de papel de estaño, un puente, nieve en abundancia...Pero mi asombro llegó al punto culminante cuando apagaron la lámpara central y en el Belén se alumbraron infinidad de lucecillas de colores, que crearon un ambiente realmente sugestivo.
Era de veras un Belén muy bonito, y mis alabanzas, que se dirigieron a todos por igual, eran realmente sinceras. Pero de pronto se me ocurrió preguntar:
__¿No hay árbol de Navidad?
__No, no lo habrá__replicó vivamente el hermano menor, con el aire de quien sabe mucho pero no quiere entrar en detalles.
__El árbol de Navidad es también muy hermoso__insistí, sin imaginar lo que se me echaba encima.
__Claro que lo es__ admitió decididamente el chico__. Pero no lo tenemos aquí.
__¿Y dónde lo tenéis?__pregunté asombrado.
__En la tienda de abajo. Lo tiene el floricultor.
El padre de Mariuccia se decidió a intervenir.
__Vea, querido Giulio, el abeto que les gusta a mis hijos es demasiado caro. Ya se sabe, en esos días se aprovechan y piden cinco o seis mil liras por un arbolito sencillo.
__Tiene razón__dije yo__. Es una tontería tirar el dinero así, con tanto trabajo como cuesta ganarlo.
Me sentí satisfecho de haber pronunciado esa frase, que sin duda había halagado a la madre de Mariuccia, que era muy ahorradora. Pero no habría pasado nada si, de repente, no se me hubiera ocurrido añadir:
__Mañana por la noche, en esta casa habrá el más hermoso abeto de todo Milán.
Los chiquillos aplaudieron sin preguntar cómo ni por qué, y yo miré a Mariuccia, con las manos puestas en los bolsillos de la americana, ufano como un pavo real. Mariuccia se sonrojó y buscaba las palabras para agradecérmelo, pero no le di tiempo:
__Mi abuela, al morir__expliqué__, legó un terreno a mi padre. Allí se crían muchos abetos.
Me había convertido de pronto en el centro de la atención general.
A media noche la madre de Mariuccia miró el reloj. Comprendí cual era mi deber y me despedí de la familia. Quedé sorprendido al ver que Mariuccia bajaba a abrirme el portal sin que, según costumbre, la acompañaran por lo menos dos de sus hermanos. Acercó sus labios a mi oído susurrándome mimosa:
__Mira que si no traes el abeto mañana por la noche, no respondo de la simpatía y afecto que hasta el momento te ha dispensado mi familia.
La besé y salí henchido de orgullo.

Al acostarme di cuerda al despertador y puse la manecilla de la alarma a las cuatro. Antes de dormirme saqué rápidamente la cuenta de lo que me vendría a costar el árbol de Navidad. Tenía que recorrer ochenta kilómetros: diez litros de gasolina, ida y vuelta. En total mil cuatrocientas veinte liras: un verdadero negocio.
A las cuatro, cuando sonó el despertador, había olvidado a Mariuccia, su árbol de Navidad y todo lo demás. Así que extendí el brazo para subsanar lo que se me antojó un capricho del reloj. Desgraciadamente le di un golpe con la mano y lo tiré. Cayó al suelo donde quedó quieto y silencioso. Volví a meter el brazo debajo de las sábanas y me desperté, bien descansado, a las nueve, acordándome inmediatamente de mi compromiso. Entonces la tragedia se me apareció en toda su magnitud: tenía que volar.
A las diez ya estaba en camino. Iba contento. El coche devoraba los kilómetros. Aquella noche habría en casa de Mariuccia el más hermoso abeto que se hubiera visto jamás.
En la recta de Erba a Invértigo pinché. No lo tomé muy a pecho hasta que recordé que no tenía rueda de recambio. La había dejado en Milán para que la repararan. Tuve que decidirme a empujar el coche hasta el primer taller de reparaciones, y allí hay una cuestecita...
A las once y media reanudé el viaje. De pronto empezó a llover. No me sentí muy entusiasmado ante la perspectiva de tener que abatir un árbol bajo la lluvia. Pero, ¿qué podía hacer? ¿Esperar a que cesara? No, mejor poner enseguida manos a la obra. Entonces recordé que no tenía llave de la caseta de herramientas. Bueno, por suerte no se trataba de derribar el árbol mayor de todos. Me acerqué a un abeto pequeñito. A ver... a lo mejor conseguía arrancarlo. Aferré el tronco con ambas manos y empecé a tirar de él. Debía tener buenas raíces porque ni siquiera se movió. “Habré de buscar algo para desarraigarlo”, me dije. Miré a mi alrededor pero nada vi que pudiera serme útil. Al cabo de cierto tiempo de esforzarme en remover el abeto, las rodillas comenzaron a dolerme. La posición resultaba muy incómoda. Me levanté con tal presteza que desgarré el impermeable. Era casi nuevo. Está bien; no tuve más remedio que forzar la cerradura de la caseta.
Cogí una sierra y con ella todo fue distinto. Al cabo de dos minutos, el árbol se me vino encima, derribándome y dejándome el impermeable como para marcharse solo a la tintorería.
Bueno, había tenido que vencer algunos obstáculos, pero ya estaba el árbol a mis pies. Estaba convencido de que resultaría precioso, una vez adornado, en casa de Mariuccia.
Decidí pasar por el pueblo para decirle al cerrajero que arreglara la cerradura inmediatamente, y me dirigí al coche, seguro de haber ganado la batalla. Al llegar frente a él me detuve de golpe. Para que el árbol cupiera tendría que descapotarlo. Miré al cielo. Había dejado de llover. Saqué la capota en un santiamén, pero empleé bastante más en levantar el abeto y colocarlo dentro, cerrando los ojos para no ver los arañazos. Respiré fatigosamente y entonces caí en la cuenta de que mi sitio, frente al volante, estaba casi enteramente ocupado por el árbol.
Por primera vez sentí la tentación de volverlo al sitio de donde lo saqué, lavarme las manos y marcharme tranquilamente. Pero vencí: Mariuccia, sus padres y sus hermanos me estaban esperando.
Corté del modo que me fue posible las ramas que más me molestaban, y con algún trabajo me situé en el asiento. Miré el reloj: las tres. Sobre las cinco podía estar en casa de Mariuccia. No pude evitar el gozar anticipadamente del éxito que ello me proporcionaría. Pero, en cuanto emprendí el regreso, comprendí que corría el peligro de morir helado.
Al primer bar que encontré me bajé a tomar un ponche. Dos kilómetros más abajo me tomé otro, y repetí la hazaña varias veces durante el trayecto. Al llegar a medio camino, y a pesar de estar medio congelado, me sentía bastante alegre. Entonces ocurrió lo imprevisto: el cielo se abrió para dejar caer sobre mí una nieve espesa, de copos descaradamente grandes. Mi paciencia se había colmado. Bajaría el pino y lo dejaría en la cuneta. Sí, estaba decidido a hacerlo, cuando dos chiquillos bien arropados y felices se plantaron ante mí.
__Mira__exclamó uno de ellos__. Ese lleva un árbol de Navidad con nieve verdadera.

Me vi ante Mariuccia con un abeto en brazos, cubierto de nieve real, y pensé que ella tal vez me lo recompensaría con un beso entusiasta, que su madre fingiría no ver, y no tuve el valor de sustraerme a tan halagüeña perspectiva.
Fue una Navidad inolvidable. En efecto: aun cuando han transcurrido cuatro años la recuerdo como si fuera ahora. La acogida de la familia de mi prometida fue entusiasta; superó en mucho mis más rosadas esperanzas.
Oculté mi emoción bajo una máscara de orgullo y modestia a la vez y no dije palabra de mis desventuras. Hoy, sin embargo, yo siento el deseo de confesarme, de contar a alguien cómo acabó el viaje.

Había recorrido una tercera parte del camino cuando oscureció. Engañado por los múltiples reflejos, calculé mal la distancia que me separaba del coche que me precedía y me eché encima de él. Tras un intercambio no muy cortés de puntos de vista, tuve que abonar daños y perjuicios al conductor, que a ojo los valoró en diez mil liras. Para colmo, mientras él se marchaba, yo tuve que llamar por teléfono a un mecánico y aguardar a que viniera a hacerse cargo del coche, que había quedado sin faros. Hube de dirigirme a Milán en tren. Sin abeto, claro.
Desde la estación del Norte, y en taxi, me dirigí a casa de Mariuccia. En cuanto me apeé, sin pensarlo dos veces, compré al floricultor el árbol por el que suspiraba toda la familia. Y me presenté con él, sonriendo. Esa es la verdad. Verdad que nunca supo nadie.
Recuerdo que, unos días después, saqué la cuenta de lo que me había costado el árbol. Bencina: mil quinientas. Remiendo y lavado en seco del impermeable: dos mil quinientas. Factura del cerrajero por arreglar la cerradura de la caseta: mil. Calefacción (ponches): mil doscientas. Liquidación de daños al estúpido a quien embestí: diez mil.
Al mecánico, por arreglos de mi coche: seis mil. Billete del tren: cuatrocientas. Taxis: quinientas. Reparación del despertador: (que desde aquella famosa mañana no ha vuelto a funcionar como es debido): mil. A todo ello, como es natural, hay que añadir el precio del árbol. Total: treinta mil liras.

Ayer mi esposa, Mariuccia, dijo que sería muy hermoso que nuestros hijos tuvieran un árbol de Navidad, grande como el que yo había ido a buscar cuatro años atrás en el terreno que nos legara la abuelita. ¿Me sentiría con ánimos de ir a por él?
Por primera vez desde que nos casamos miré a mi esposa de reojo, y sin contestar, sin siquiera ponerme el abrigo, con la cabeza descubierta, me dirigí a la escalera, la bajé como un muchacho, y corriendo entré en la tienda del floricultor. Diez minutos después, sonriente ante la idea del peligro evitado, estaba otra vez en casa. Algo jadeante, pero con un bellísimo árbol de Navidad.
__Quien sabe lo que habrás pagado por él__dijo Mariuccia.
Contesté rápidamente:
__Poco, puedes tenerlo por seguro. Diez mil liras, ya ves.

2 comentarios:

  1. Una historia muy acorde con esta época, mi querida Gloriana...
    Aprovecho para desearte una Feliz Navidad, espero que lo pases de maravillas.
    Un beso enorme.
    HD

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  2. Este año será una buena Navidad, Humberto. Ya me la he asegurado! También te deseo unas Felices Fiestas.
    Un abrazo!

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